domingo, 27 de agosto de 2017

 EL ACANTILADO

Por Perkins II

"Nunca le hagáis daño a una gaviota o serán diez años de mala suerte". Éstas palabras siempre le  venían a la cabeza cada vez que visitaba el acantilado. Todavía recordaba lo que su padre les dijo cuando les trajo el primer día a coger huevos de charranes. El arte de descolgarse por las verticales paredes con las cuerdas de cáñamo no era cualquier cosa y tenía su aprendizaje. Los fuertes cabos hechos por los rudos estibadores como su padre aguantaban muchos años de desgaste. Y hoy traía una de esas cuerdas consigo. Pero siempre había que tener cuidado. Incluso después de treinta años recogiendo huevos allí colgado. Todavía recordaba un par de sustos de su hermano con las resbaladizas losas de granito cubiertas de rocío. Trescientos pies más abajo el mar rugía y la espuma parecía nieve primaveral. La furia con que las aves les atacaban, defendiendo sus nidos, los gritos histéricos de los polluelos y el viento helado era algo que podía soportar.
Encendió su pipa de espuma mientras hacía tiempo sentado al borde del abismo. El sol tardaría aún dos horas en ponerse tras el mar. Iniciaría el descenso cuando los últimos rayos acariciaran el campanario. Vio cómo las vidrieras de la Iglesia se incendiaban al atardecer y se imaginó que los rostros grabados por el artista en los rosetones parecerían revivir en un grito mudo durante unos instantes.
Pero no, no debía pensar en colores, la voz quería que pensara en los colores, y él no quería escucharla más.
"Cállate, hoy es el día, no me hables más".
Esos malditos colores, como los que vio en América.
América. Durante la travesía, entre los quejidos de las maderas del barco, con el alemán que chapurreaba de sus viajes tras el arenque por el Báltico y el Mar del Norte, hablaba con los demás pasajeros del "Stern Van Hutte". Alemanes en su mayoría y algún belga, dormían en literas en minúsculos cuartos para dos personas. La tripulación, sucios holandeses siempre borrachos y jugando a las cartas, no hacía mucho caso de los viajeros ni se metía en sus asuntos. Comentaban que su destino, Boston, era un nido de miseria e hipocresía. Los obreros apenas ganaban para subsistir y las mujeres eran unas estiradas. Muchos de los alemanes iban a intentar hacer fortuna en Texas, comprando algún terreno en cooperativa y esperando a que debajo el oro negro hiciera realidad sus sueños. Bjorn se imaginaba como sería tener todas esas esperanzas. Él tan sólo había hecho una promesa y se dirigía a cumplirla.
En el quinto día de periplo, durante la segunda guardia nocturna, se incorporó en su litera, maldiciendo al belga que durante toda la noche había expulsado el chukrut en forma gaseosa justo debajo de él. Se abrigó, cogió su pipa y subió a cubierta. Se cruzó con uno de los holandeses y le comentó que tenía insomnio. Caminó a popa y se detuvo a mirar por estribor. Una noche sin Luna parecía querer envolver al barco mientras Sirio se reflejaba en la calma mar. Tal como había visto en su sueño la noche anterior, una vela mal amarrada ocultaba su figura del timonel que en el castillo de proa estaba de guardia. Podía actuar. Apenas con un susurro en medio de la oscuridad, recitó lo que había oído en el sueño :
"Chthlhee Iee Iee Ksutf Rhglyyee".
A continuación extendió una temblorosa mano por la borda y esperó la respuesta a su plegaria. Esperó un par de minutos y un olor nauseabundo inundó sus fosas nasales. Un agudo rascar contra el casco llegó a sus oídos desde la superficie del mar. Dios sabe qué horrores habrá visto el Océano desde el alba de los tiempos, pensó.
Ahora podía distinguir claramente un croar gutural que le erizó el vello a tan sólo unos pies por debajo de la cubierta. Cerró los ojos, se agarró fuertemente con su mano izquierda a la baranda y un olor aún más fuerte le hizo echar los arenques de la cena sobre sus botas. Algo helado se posó en su mano extendida. Lo agarró con todas sus fuerzas y se tiró al suelo muerto de miedo. Bañado en su propio vómito reptó unos metros hasta que pudo ponerse de pie haciendo acopio de valor. Regresó al camarote donde el belga roncaba en la litera inferior y vacío media botella de aguardiente antes de atreverse a mirar aquello que tenía en el bolsillo. Encendió el candil y contempló con asombro el coral más hermoso y extrañamente retorcido que hubiera visto.
Seis días después llegaban a Boston. Los pasajeros se afanaban en ultimar sus maletas y planes para intentar pasar las aduanas y ser admitidos en el país. Los holandeses afirmaban que por un módico precio podían agilizar los planes e incluso colarlos ilegalmente, pero casi nadie les hizo caso. Salvo un belga, el que compartió camarote con Bjorn. Deseó que fuera engañado, robado, apaleado y acabara en un calabozo.
En la fila para el control de pasajeros que vigilaban los policías era evidente el nerviosismo y la ilusión.
Una mujer rompió a llorar delante del mostrador y fue acompañada por un tipo armado a otra estancia. El funcionario se levantó y se fue tras ellos. Otro ocupó su lugar. Era su turno. Entregó el patético pasaporte falsificado al hombre trajeado de grandes ojos tras el mostrador. Éste lo revisó sin muchas ganas, y levantó su extraña mirada hasta que posó sus ojos en el coral que el viajero acariciaba entre sus manos nerviosamente.
Sonrió apenas un poco y dijo:
"Bienvenido a América,  señor Baghdasarian".
Atravesó el embarcadero y salió a una callejuela en la que un par de taxis languidecían entre edificios fabriles.
Examinó su pasaporte y vio como dentro había varios billetes y un papel escrito. Lo mostró a uno de los taxistas y éste le señaló el interior de su vehículo.
Tras media hora y un billete menos se encontró en una estación de ferrocarril, mientras el conductor le decía : "Tren. Providence." Ojeó el papel y vio que había una dirección de Providence, dondequiera que estuviese.
Logró hacerse entender con el hombre de los billetes, un emigrante alemán, y subió al tren. Era la primera vez en uno de aquellos monstruos. Le pareció una maravilla.
Cuando salió de la estación y tomó uno de los taxis indicándole su destino, el chófer puso mala cara pero le cogió uno de los billetes. Al llegar a una plaza le indicó una colina cercana y le invitó a bajarse. Inició la ascensión y se cruzó con unos tipos a los que no tardó en identificar como marineros portugueses. Muchas veces los había visto en los puertos de Bretaña y sus tabernas, siempre con el vino alegre en sus corazones.
Por fin su meta estaba ante sus ojos. Era tal y como la había soñado. Magnífica y ruinosa. Imponente.
Dio un par de vueltas para reconocer el terreno y ver si alguien podía verle, se escabulló entre unos arbustos y atravesó una vieja verja rota y oxidada.
Tras sortear algunos obstáculos en el interior de la nave principal, llegó hasta la escalera de caracol que se abría a la oscuridad más absoluta. Encendió un par de cerillas y subió sin miedo, pues así lo soñó.Llegó a la  sala y contempló la extraña caja con sus símbolos arcanos. No pudo resistirse y abrió la caja. Una sinfonía de colores le atrapó la mente, eones pasaron ante sus ojos, civilizaciones perdidas sucumbieron mientras parpadeaba temblando, voces le llamaron por su nombre en cantos fúnebres, y el mar se abrió a la vez que Bjorn se desmayaba. Tiempo después, despertó, cerró la caja y bajó las escaleras. Entonces escuchó la voz por primera vez. "¡Vamos, date prisa, me esperan"!
El viaje de vuelta se hizo eterno con la voz apremiándole todo el tiempo. La voz que estaba en su cabeza pero venía de la caja.
Es la hora. El sol ya está muy bajo.
Tan sólo veinte minutos de descenso.
Poco a poco se fue descolgando. Recordó el dolor de la pérdida. Aquel año sin saber nada. Ni siquiera apareció el cuerpo. Hasta que empezó a soñar. A verlo. A hablar con él.
Y concertaron una cita. Se encontraron.
Y Bjorn lo reconoció, a pesar de todo. Sí, era él. Y quería la piedra de los colores y las visiones. Y él iría a por ella.
Llegó al pie del acantilado. Se atechó en la cueva, a cubierto de los desprendimientos.Se sentó en una gran piedra, encendió su pipa y esperó al anochecer, acariciando la caja..               " Tranquilo, hemos llegado. Deja de hablarme, es el momento. "
Un rumor en el agua le hizo incorporarse. Oyó los pasos sobre los guijarros de la playa. Prendió el candil y exclamó :"  ¡Lo tengo,  lo tengo! "
" Lo he conseguido ".
El hedor le provocaba arcadas. Una figura grande, oscura, se detuvo a unos pasos de Bjorn. Alargó una extremidad inmunda y en la cueva retumbó :
" Hermano, lo he hecho. He ido a América y he vuelto con la piedra.
Nada puede con un Johanssen".